Juliane Köpcke es la única sobreviviente del accidente de la línea aérea de Perú (Lansa) que en 1971 cayó a la selva amazónica. Caminó durante varios días siguiendo el curso del río, tal como le había enseñado su padre. Finalmente, agotada, casi moribunda, llegó a una precaria casilla. Hoy, es una acérrima defensora de ese lugar que fue su guarida y salvación.

Por Benita Cuellar

Mi padre acostumbraba hilvanar historias fantasiosas, que hacían crecer mi imaginación, a medida que sus manos labraban la tierra. Cuando tenía 5 años me contó que un avión se había caído en la selva peruana. Del accidente sólo sobrevivió una niña, que caminó días y noches pasando por todo tipo de peligros en medio de ese lugar lleno de animales salvajes, víboras e insectos. Estaba herida y los gusanos hicieron de las suyas. Pero ella recordaba lo que su padre le había enseñado: “Tenía que seguir el curso de algún río y entonces iba a encontrar gente”.

 “Mirá vos cómo le hizo caso y pudo salvarse”, remató. Pensé que era uno más de sus cuentos con una moraleja inventada para que le hiciera caso. Ya adulta, en los albores del año 2000, mientras leía el diario, me llamó la atención un recuadro pequeño. Allí se leía que se cumplía un nuevo aniversario de la caída de un avión peruano. Mi mente volvió a la niñez. La historia que me había narrado mi papá era real. Esa niña que cayó del cielo existía.


Lima, octubre de 2015.

La ciudad está envuelta en oscuras nubes y la humedad se siente en el aire. Una brisa fresca revolotea los árboles y las bocinas de los autos marcan el ritmo.

Juliane Köpcke (Juliana), la bióloga limeña, está de vuelta luego de dos semanas en la selva amazónica. Le queda poco tiempo de estadía. A la tarde volará rumbo a Munich, Alemania, donde vive desde hace 44 años. Allí trabaja como directora de la biblioteca del Museo de Historia Natural.

Está sentada en el hall del hotel Alemán, cuyos principales moradores son de ese país. Es rubia, de ojos claros y andar seguro. De estatura pequeña y amplia sonrisa. Al hablar, sus manos acompañan su español con cadencia alemana.

Dos veces al año vuelve a Perú para cuidar la reserva de Panguana, la estación científica que construyó su padre en 1968 en medio de la selva amazónica, un ecosistema lleno de especies desconocidas, a las que estudia.

Juliane Köpcke con su madre en Panguana. Foto archivo Köpcke.

El 24 de diciembre de 1971 tenía 17 años y su vida daría un giro inesperado. Viajaba a Pucallpa, en el avión de Líneas Aéreas Nacionales de Perú (Lansa), con su madre, la reconocida ornitóloga María Mikulicz Radecki. Iban a pasar la Navidad con su padre, el biólogo Hans Köpcke, quien se encontraba en ese lugar investigando especies animales.

“Queríamos tomar otro avión, pero no había lugar. Por eso viajamos en este vuelo, aunque tenía una mala reputación porque habían caído otros dos aviones. Mi papá le había dicho a mi mamá que no volara por esa aerolínea. Ella dijo ‘no creo que vaya a caer otro después de tan poco tiempo’. El avión parecía completamente nuevo. Ese momento lo llevo presente. Recuerdo todo”, cuenta Juliana, cuyas palabras brotan naturalmente.

Caída sobre el océano verde

Juliane visita e lugar del accidente con el cineasta Werner Herzog en 1998. Imagen Deutsche Kinemathek.

El sol comenzó a iluminar la sala. Ella se acomoda en la silla y desmenuza su tremenda historia, como las capas de la cebolla. “Era mediodía. Después de media hora de vuelo, nos sirvieron un sándwich. El viaje no era de más de 50 minutos. Estábamos por llegar a Pucallpa. De un momento a otro, las turbulencias se hicieron sentir. Entramos en medio de nubes negras y grandes. Con fuerte viento y relámpagos. Como estábamos cerca del aterrizaje, el piloto decidió seguir. El avión saltaba como un juguete en el aire. ¡Se movía de una forma tan horrible! La gente comenzó a llorar y a gritar. Estaba lleno. Con la tripulación éramos 92. Mi mamá estaba muy preocupada, yo todavía no. Era muy niña”, recuerda.

Se acomoda los lentes, entrelaza sus manos y las apoya en la mesa. Va a repasar el momento más crítico de ese día: “Estaba sentada en la penúltima fila del lado de la ventana. Vi una luz enorme, blanca, sobre el ala derecha. Un rayo cayó e incendió una de las turbinas. Me agarré fuerte de las manos de mi madre. En ese momento ella me dijo: ‘Esto es el fin, se terminó todo’. Aunque seguramente estaba en pánico, me transmitió tranquilidad. Todo pasó rápido. El avión dio un salto y comenzó a caer verticalmente. Teníamos el cinturón abrochado. Los compartimentos estaban abiertos, así que los regalos y los equipajes se desparramaban entre nosotros. Luego, estaba fuera del avión”.

Su mirada se pierde en el barrio de Miraflores a través de la ventana y revive ese día, hace casi 45 años atrás.

“El avión se deshizo en pedazos. Creo que estaba inconsciente. Los gritos de la gente y el ruido de las turbinas eran ensordecedores. Después, el silencio. Todo había desaparecido. Estaba atada al asiento, en caída libre, con la cabeza hacia abajo. Sólo escuchaba el silbido del viento. Vi un océano verde acercándose, como si fueran brócolis. Era el bosque. La tormenta con sol seguía y yo giraba en el aire como semillas con alas. No recuerdo cómo fue el impacto, supongo que la fila de asientos se dio vuelta y eso amortiguó el golpe. Además, el lugar era muy tupido: los árboles tenían entre 25 y 30 metros”, rememora.

La selva salvadora

“Desperté al otro día. Miré el reloj de oro que me había regalado mi tía. Eran las 9 de la mañana (aún lo conserva, es su talismán). Los asientos me protegieron de la lluvia. Seguía shockeada. Anulé mentalmente el dolor y el hambre. Pensé ‘caí de un avión y sobreviví’. Nunca tuve miedo. Vi el paisaje y era igual al de Panguana. Durante 11 días caminé para salir de allí; me ayudó mi juventud y lo que me enseñaron mis padres sobre el lugar que ellos amaban. Mi papá me decía ‘cuando te pierdes en el bosque todo parece igual. Pero cuando encuentres un arroyo, síguelo río abajo. Seguro que te lleva a la civilización’. Busqué por horas a mi mamá, no encontré a nadie. Sólo un pedazo del metal del avión, una bolsa de caramelos y un pan dulce incomible. Perdí los lentes y, al ser miope, se me hizo más complicado. Descubrí un manantial y lo seguí. Llegué al río Yebonia. Era la primera vez que podía ver el cielo. Había salido de la selva”, narra.

Vista panorámica de Panguana. Foto: gentileza reserva Panguana.

A pocas cuadras de allí, los artesanos abren sus tiendas. Con orgullo van ordenando las imágenes que representan a sus ancestros para hacerlos conocer al mundo. Como sus compatriotas, ella atesora la cultura de su país, el que descubrió de niña como a su Amazonia. Toma un sorbo de café. La moza se escabulle silenciosamente para no interrumpir el relato. “Decidí que era mejor nadar. El río estaba crecido y turbio, no sabía qué podía encontrar dentro del agua. Lo más peligroso eran las rayas y las serpientes. Me crucé con animales salvajes, pero no me molestaron. No tuve temor, conocía todas las voces de la selva de Huánuco (de las aves, de las ranas, de los insectos). Mi madre me lo había enseñado. No es el infierno verde del que todos hablan. Al atardecer, buscaba un lugar donde apoyarme y protegerme del jaguar. Las noches eran duras porque había muchos mosquitos. Pensaba que era la única que quedaba en la selva. Eso me perturbaba demasiado. Iba a morir y nadie se iba a enterar de lo que me había pasado”, expresa.

Voces de ángeles

“Al 10º día, encontré el primer vestigio de civilización: un bote. Estaba amarrado a un techo de palmeras. Me sentía muy débil, sólo comí los caramelos y tomé agua. Creía que estaba alucinando. Cayó la noche y me quedé. El 4 de enero de 1972, amaneció lloviendo. Pensé en seguir caminando, pero no tenía fuerzas. A la tarde, escuché voces de hombres: eran mis ángeles. Después de tantos días sin escuchar una voz humana, ese fue el momento que me marcó para siempre. Eran unos madereros, dueños de la embarcación. Me miraron con desconfianza, se quedaron pasmados. No era común para ellos ver a una chica rubia, con los ojos rojos, vestida con harapos, sucia y con el brazo lleno de gusanos. Parecía un ser de otro planeta. Inmediatamente, les hablé en español. Les dije: ‘Soy Juliana. Sobreviví al accidente de Lansa. ¿Saben ustedes de eso?’. Ellos me dijeron: ‘Claro, todo el mundo sabe’. Me hicieron las primeras curaciones. Tenía miedo de que me amputaran el brazo”, recuerda con pavor.

Después de pasar por esta “aventura” –como le gusta decir a ella–, sus salvadores la llevaron a Tournavista. Luego fue trasladada al Instituto Lingüístico de Verano, una casa de misioneros. Los médicos se encargaron de avisarle a su papá. El reencuentro fue muy emotivo. “Nos abrazamos y quedamos sin palabras. Tampoco había mucho que decir”.

Juliane es asistida luego del encuentro con sus salvadores. Foto: archivo Kópcke.

Mientras, se recuperaba, lejos de la prensa. Pudo reflexionar: “Me caí de tres mil metros. Sólo tuve una fractura de clavícula, una herida grande en el brazo y rotura de ligamentos de la rodilla izquierda. En total, caminé 50 kilómetros”.

Tenía la esperanza de encontrar con vida a su mamá. Con su aparición, los operativos de rescate fueron al lugar donde cayó el avión. Era un desastre, un infierno dantesco. Cadáveres por todos lados, hasta en las copas de los árboles. El 12 de enero, su padre reconoció el cuerpo de su madre.

“Ese fue un momento muy duro para él. Ellos eran el uno para el otro, formaban una simbiosis. Mi papá murió en 2000. Hoy, esas almas están juntas en Alemania”, revela.

Una nueva vida

En marzo de 1972, su padre la envió a estudiar a Alemania. Dos años más tarde, viajó él. Allí se recibió de bióloga y decidió trabajar como su padre lo había hecho antes.

La selva la salvó y le cambió la vida. “No le tengo miedo a la muerte. Soy muy agradecida de la suerte y de Dios. Para la adolescente de entonces, fue una lección. Era una niña y me volví adulta. Hay que mirar lo que está a nuestro alrededor con los ojos abiertos”.

Pero no le fue fácil. Después de 25 años pudo enfrentarse al pasado. Regresó al lugar del accidente para realizar el documental Alas de esperanza, filmado por su amigo, el director alemán Werner Herzog.

Juliane con colegas investigadores en la reserva Panguana. Foto: archivo Köpcke.

“Vi el fuselaje del avión sumergido en la tierra. Parecía un pájaro muerto. Había maletas, tacos de zapatos, monederos. Fue raro. Ahí recién me di cuenta de lo dramático que fue. Demoré mucho tiempo”, asume.

En 2013, escribió el libro Cuando caí del cielo. Dice que le sirvió de terapia y siente que puede ayudar a las personas que están pasando por un momento difícil. Eso la enriquece. Algunos de sus lectores la toman como ejemplo de cómo se debe obedecer a los padres. Para ella eso es muy fuerte.

Cada año, durante mayo y septiembre, regresa a la Estación Biológica de Panguana, junto con su marido, Erich Diller, y con un grupo de científicos. Está feliz porque logró que se convierta en un área protegida, con una enorme biodiversidad. Le preocupan la minería ilegal que contamina las aguas y las empresas extranjeras que deforestan en la zona. Por eso trabaja con los nativos, para que tomen conciencia ambiental y cuiden su hábitat. Siente que esta es su pasión y su misión. En esas noches solitarias, juró defenderla hasta sus últimos días.


Sueño que las voces de la selva surgen al unísono. Me atrapan. Siento el olor a las orquídeas, y a la lluvia pegar en el suelo. Sigo su rastro hasta llegar a un río. Reflejada en el agua, una cara sonriente me sorprende. Es mi padre.


Panguana, la reserva más preciada

Reserva Panguana. Foto: archivo Köpcke.

Panguana (“perdiz”, en idioma aborigen) es el lugar al cual Juliana aprendió a amar desde pequeña y el legado que continuó al morir su padre. La Estación Biológica, hoy convertida en área de conservación privada, está dentro de 940 hectáreas que forman parte de la selva amazónica peruana.

Atravesada por el río Yuya Pichis (río Mentiroso), su biodiversidad es sumamente grande y particular. Está ubicada del lado oriental de los Andes, pero al este limita con los Cerros Encidas, una reserva comunal de más de 650 mil hectáreas. Esa ubicación le da un aspecto muy especial. Por eso hay tantas especies que sólo existen en esa región (endémicas), cuenta la bióloga.

La jungla recibe la lluvia de manera intensa durante los meses de noviembre y diciembre (estación invernal en esa zona). El lugar es admirado por los especialistas y colegas que año a año viajan con Juliana. Sus trabajos comienzan a las 6 de la mañana, con el canto de las aves. Van dejando sus pasos impresos en la tierra colorada a la vez que observan las especies que encuentran en su andar. Escarabajos, mariposas, polillas, hormigas, aves, árboles, orquídeas, entre otras, se presentan como un “banquete” ante los ojos estudiosos.

Aves de la reserva Panguana en Perú.

“Lo que hacemos es ciencia básica. Hallamos muchas especies nuevas. Algunas no pueden ser identificadas, en ese caso llevamos el ADN para estudiarlas ya que contamos con el permiso de exportación del material recolectado. La mitad lo dejamos para el Museo de Historia de Lima, y la otra parte va al Museo de Munich, que es el más grande de Baviera. Soy su vicedirectora desde hace 26 años y trabajo con la colección de zoología”, destaca.

Sus vecinos son las comunidades nativas Asháninka y Nuevos Unidos Tahuantinsuyo, entre otras. Ellos entienden y agradecen el trabajo que realizan, pero a veces va en contra del deseo de construir carreteras para poder sacar sus productos, ya que viven río arriba.

Además es zona minera, por eso el río cambió mucho su curso. “En 1950, en el río Negro, afluente del Yuya Pichis, se encontró oro. Desde entonces, quedó el mito ‘del dorado’. Mucha gente se mete con excavadoras y remueve la tierra. Por eso, el agua es cada vez más oscura y está contaminada con mercurio, que se utiliza para la extracción. Es horrible. Los indígenas se dieron cuenta. Fueron examinados para saber si están contaminados, y lo están. Ellos son parte de este lugar. Antes, eran pocas familias, ahora son poblaciones. Los ayudamos a través de la Fundación Panguana para el Apoyo de la Ciencia, Conservación y Proyectos Sociales: mejoramos su infraestructura y el mobiliario de las escuelas, entre otras cosas. Lo hacemos con nuestros recursos. La Fundación sólo se abastece de donaciones de particulares y de sponsors”, aclara de manera enfática.

Biodiversidad en Panguana, Perú.

Dice a viva voz que los bosques deben mantenerse porque son nuestros pulmones verdes. Plantea que la lucha contra la deforestación es fatigante y estresante. Por eso, desde la Fundación educan sobre el funcionamiento del ecosistema amazónico de los bosques.

“La gente que vive ahí no se da cuenta de que la selva está en peligro. Porque lo tienen todo. Frutos todo el año. Las plantas crecen solas. No tienen problemas, como por ejemplo conservar comida para sus ganados. Les enseñamos que el bosque no es eterno, algún día se puede terminar. Que existen otras alternativas. Ellos deforestan, pero la mayor deforestación la hacen las empresas extranjeras, las chinas, que trabajan con métodos ilegales para sacar el oro. No tienen permiso ni estudios de impacto ambiental. Ya fueron denunciadas en cinco departamentos”, acusa.

Juliane en Lima, Perú 2015.

En Guanaco, el departamento al que pertenece Panguana, las empresas solicitaron concesiones para instalarse. Pero el trabajo realizado por Juliana y sus colaboradores, ante el Gobierno, no lo permitió. Se alegra porque la conciencia ambiental está creciendo.

De todas maneras, no deja de preocuparse porque debido al cambio climático la selva se está secando. Al realizar estudios en el río se dieron cuenta de que algunas especies están desapareciendo, como es el caso de las conchas, debido al agua turbia y al aumento de la temperatura, que a veces llega a los 30 grados. Esto también afecta a los peces. Su idea es y será: mantener a Panguana como un modelo de conservación sostenible.

(Nota publicada en La Voz del Interior el 21 de diciembre de 2015)