El viaje desde Candonga a La Estancita para asistir a una de las fiestas religiosas más antiguas de la región de Sierras Chicas, Córdoba.

Por Benita Cuellar

“Zamba de la Candelaria/que cuando amanezca irás/ rejuntando estrellas altas/Los ojos que me hacen a mí trasnochar (…)”, escribió Jaime Dávalos.

Las estrellas desaparecieron ante la inminente salida del sol que comienza a formar siluetas en las serranías. Las charatas conjugan su canto con los ruidos de los motores que se escuchan desde la ruta E-53.

El nombre de la virgen de La Candelaria está en mi cabeza. Quiero saber cómo es esa celebración que se hace en su honor, entre edificaciones del pasado y el verde verano cubriendo los senderos.

Anoche no pude conciliar el sueño. El reto es importante: atravesar las sierras a caballo. No soy una jineta experimentada. No será fácil. Además, llevo varios años sin montar.

Lo bueno es que voy con un guía hábil, Daniel Irusta de “Cabalgatas El Bagual”, un gran conocedor de la zona de Sierras Chicas, en la provincia de Córdoba, y quien además realiza paseos para lugareños y turistas.

La idea es unir Candonga con La Estancita. Algo que también harán otros centenares de personas junto con sus caballos.

Desde muy temprano preparan sus animales con el mejor atuendo, y se visten con ropa gaucha para cruzar montes, montañas, arroyos y precipicios.

Cada dos de febrero se repite el mismo ritual. Cabalgan desde el amanecer. Familias enteras llegan a esta fiesta religiosa. Y por unas horas el paraje pierde la tranquilidad ante una multitud.

Familias que llegaron a la fiesta.

Dos de febrero

Pasadas las siete partí al encuentro de Graciela, una vecina de Río Ceballos que se suma al grupo de “Cabalgatas El Bagual”.  

Nos encontramos en Salsipuedes, al costado de la ruta en dirección a Agua de Oro.  Ahí esperamos a otra pasajera que llega en colectivo desde Córdoba, pero los minutos pasan y nos vamos a una cafetería.

Graciela tiene el porte de jineta experimentada. Lleva sombrero alado, una bombacha clara, camisa sin mangas y botas de montar. Su vestimenta contrasta con la mía: jean, musculosa, camisa a cuadros y borcegos. Llevo puesto un sombrero playero.

Ella habla con delicadeza acompañada de gestos pausados. Sus finos labios pintados de rojo denotan alegría y de sus ojos sale una brillantez inusitada. Ama a los caballos, al igual que su familia.

-Hace diez años que no monto- dice. Supo tener caballerizas y organizaba cabalgatas hasta que se murieron sus yeguas. No quiso seguir.

Ahora, piensa que es tiempo de volver. Tenemos el mismo deseo irrefrenable.  

Los minutos siguen corriendo y la otra pasajera no llega. Miramos para todos lados, aunque sin suerte. Hasta que decidimos partir. Son casi las nueve.

Tomamos la ruta E-53, atravesamos El Manzano y seguimos rumbo a Candonga, hacia Las Perdices, un centro turístico ubicado a metros del río San Cristóbal, y cerca de la capilla de Candonga que data de 1720.

Cabalgando por las sierras.

El lugar sobresale desde una colina con una vista panorámica sorprendente. Ahí nos recibe Daniel junto a su familia. Está alistando los caballos a orillas del corral.

Ensillan y preparan lo que vamos a llevar: alforjas y mochilas con algún abrigo, algo para comer, agua y celulares. Lo más pesado se carga en una camioneta.

-Te toca “Pica”. Es mansita- dice Daniel. Es una yegua con altura y buena estampa. Acaricio su crin y mueve su cabeza. Cabalgo para agarrar confianza. Estamos listas.

Al lado, Graciela prueba el suyo. La destreza está intacta.

Sobre las sierras unas ovejas pastan tranquilas mientras las nubes oscurecen el cielo.

A los minutos comienzan a caer unas gotas, pero no desanimaba la marcha. Daniel mira hacia arriba y niega que se largue una tormenta.

Después se van hacia la casa y regresan vestidos de gauchos, con bombacha, camisa, pañuelo al cuello, boinas, y botas.   

La subida

En las alturas.

Arrancamos. Cabalgamos hacia la montaña desde los corrales. Unos jotes miran la escena parados sobre unos árboles mientras Daniel nos va guiando.

Desde el lomo de Pica siento el aire fresco en la cara. Es una sensación hermosa.  Vamos por senderos hechos por animales. Los caballos saben por dónde ir. Los cuatro hombres también.  

Cruzamos arroyos, pequeños cursos de aguas, piedras y montes, subidas y bajadas que me dejan el corazón en la boca.

La inmensidad es extraordinaria. Y el grisáceo cielo dibuja las perfectas ondulaciones de las sierras.

Los pajonales bailan al ritmo del viento. Plantas y flores autóctonas nos muestran su belleza en la estrechez de los senderos, pero las evitamos para no lastimarnos.

En las alturas, la seducción del paisaje salvajemente serrano nos atrapa. Divisamos el cerro de Alpatauca, que está a 1.200 metros sobre el nivel del mar, y el Camino del Cuadrado que alcanza los 2.200 metros. Nos acompaña una tímida llovizna.

La inmensidad.

Tras dos horas de viaje hacemos un alto para disfrutar de una picada con salame, queso, pan casero y vino que nos ofrece Daniel. A la par que contemplamos las maravillas de la naturaleza.

Desde lo alto, divisamos el campanario de la capilla y algunas casas colindantes escondidas detrás de las sierras. Falta poco. Debemos bajar por una ladera empinada, atravesar campos y arroyos hasta un valle verdoso donde es la celebración.

Lo hacemos con mucho cuidado. Veo el precipicio. Me da miedo.  “Pica” lo percibe y no quiere bajar. Uno de los jinetes al que apodan “Chaca” (es de la provincia de Chaco) sostiene las riendas, lleva la yegua conmigo arriba, y bajamos en zigzag.

Es el tramo más difícil, pero lo atravesamos. Nos quedan pocos kilómetros. Se escuchan voces y cantos.

La parada.

  

La celebración

La santa.

Nos invade una enorme alegría y rápidamente nos unimos al resto en un círculo al frente de la capilla.  La procesión está por terminar.  

La virgen baja de la montaña en andas seguida por una muchedumbre a pie y a caballo.

Atrás queda el camino sinuoso del vía crucis, la ermita y las esculturas de la virgen, y Jesús en la cruz que imitan al martirio de Gólgota, y sobresalen en el cerro.  

La noche anterior, la marcha de las antorchas iluminó ese sendero, y ahora los fieles vienen cantando: “ven con nosotros a caminar, santa maría ven (…)”.

Detrás de la santa, vestida de celeste y blanco con ribetes dorados, las monjas y un cura animan con un megáfono.

Con vítores de “¡viva la virgen!” la bajan del estandarte y la colocan en una mesa. Los jinetes y las jinetas la saludan con respeto, sacándose el sombrero.  

Los jinetes en ronda.

La capilla de La Estancita se terminó de construir en 1870, por la orden de Los Dominicos, y también se edificó el convento Santo Tomás de Aquino.

El templo fue construido, con materiales de la zona, por los mismos vecinos. Unos colaboraron con dinero y otros con mano de obras.

La edificación y el entorno que la rodea es sorprendente. Una atracción para turistas y lugareños que cada 2 de febrero se unen para revivir las costumbres criollas.

La tradición que se mantiene desde su fundación pasa de generación en generación.     

Luego de las bendiciones impartidas por el cura, quienes llegaron a caballo, en auto, caminando o en colectivo, se ubican en el predio atravesado por el río Salsipuedes.

La capilla.

Hay grupos de jóvenes, parejas, visitantes, devotos de vírgenes que recorren kilómetros y kilómetros. Van y vienen por la colina, con heladeras cargadas con alimentos y bebidas, con sillas y mesas. Buscan un rincón para quedarse.

 A esta altura, algunos destellos de sol sonrojan los rostros. Y los caballos atados a los árboles o a los alambrados espantan moscas.  Más allá, los capós de los autos son mesas improvisadas.

-Nos gusta disfrutar de estas fiestas. Fuimos a varias por todo el país- cuenta un hombre que tendrá unos 70 años, al lado su pareja asiente con la mirada.

Sobre un Peugeot desvencijado degustan asado con cuero y pan casero que compraron en la casa de Jesús, el cuidador de este lugar que no para de cortar carne.

Los fieles.

Otro la pesa en la balanza, después la coloca en un pedazo de cartón que funciona como bandeja y arroja unos bollos de pan. El cliente paga y se va hacia el lugar elegido. La fila de los que esperan su turno no termina.

Sí, se terminan las empanadas y hay que fritar más. Mientras las risas de los más jóvenes contagian al son de una guitarra y beben de botellas o vasos, otros se refrescan a la orilla del río. Se sacan selfies y les gusta que les tome fotos.

Niños y niñas a caballo se aventuran por los senderos con trotes cortos. Un ciruelo es nuestro refugio donde armamos el “banquete campestre”.

Asado con cuero.

La gente no para de llegar a la fiesta mientras la virgen con cara de niña se queda sola esperando la plegaria de algún devoto. Posan la mano sobre el vestido y se persignan cerrando los ojos.

Así se mantendrá por horas. Después la regresarán al altar hasta el año que viene.    

La lluvia volvió y apuró el regreso para algunos. Muchos se irán rejuntando estrellas en las alturas cuando la noche cierre sus ojos.

Me voy con las goteras dejando a “Pica”.  Lo vivido es una experiencia, se siente en el espíritu y en el cuerpo.