En esta crónica por África, el fotoperiodista Andrés Riveras retrata la vida del burundés Bernard y su viaje en colectivo.

Por Andrés Riveras

Mozambique, martes 21 de diciembre de 2010.  

“Tenés aspecto de muchacho porque tenés dinero”, me dijo Bernard mientras se pellizcaba la piel de su antebrazo. “Tu piel es joven. Mírate. Mirá a la gente aquí en el campo. Nadie con 39 tiene esa piel”. Esa es esta, mi piel. Me la miro. No lo había pensado nunca. “El sol no los perdona”. A ellos.

Hoy viajé con Bernard desde Quelimane hasta Nampula. Partimos a las 4 AM en un bus repleto de ananás, cocos, maíz, animales y niños.

El colectivo es de esos “tipo urbanos”, como el N1 (que circula por la ciudad de Córdoba, Argentina), pero con tres filas de asientos en el lado derecho y dos en el izquierdo.

El cartel decía: “capacidad para 60 personas sentadas, dos paradas”, pero íbamos como veinte parados, junto a muchos bolsos, en un pasillo no más ancho que un asiento. Doce horas así.

Se explica, en parte, que la gente soporte viajar en estas condiciones al escuchar a personas como Bernard. Tiene una risa contagiosa. Nació en Burundi en 1981, una de las capitales mundiales de “los niños de la guerra”.

Bernard, el niño de la guerra. Foto: gentileza Andrés Riveras.

Él me muestra su documento donde se lee la palabra “refugiado”. Dejó Burundi a la fuerza en el año 2004. Es decir, con veintitrés años.

Vivió cuatro años en Tanzania y, ahora, dos en Mozambique. Trabaja por cuenta propia vendiendo lo que le deje algo de dinero para sobrevivir. Viaja con tres compatriotas.

Beben “Royal”, un gin mozambiqueño no tan malo, en sachet. El mismo tipo de sachet en el que se envasan las aceitunas en Argentina. La tipografía de “Royal” es sorprendentemente parecida al polvo de hornear, pero aquí gustan de hornearse con gin.

Nos acabamos el primero y seguimos con el segundo. El tercero no tarda mucho en llegar. Es la una de la tarde.

Mientras me preguntaba por qué la gente aquí es tan propensa al contacto físico, uno de los burundeses se duerme apoyando su cabeza sobre mi hombro.

Bernard no ve a sus padres desde hace seis años, ni al resto de su familia ni tampoco a sus amigos. Hace seis que no pisa Burundi. No me animo a preguntarle, pero calculo que cuando su país entró en guerra, en 1994, tendría trece años: una linda edad para ser “un niño de la guerra”.

África. Foto: gentileza Andrés Riveras.

“Ahora, mi país está bem, y mi tribu es la que lo gobierna. Ha llegado el momento de regresar”, exclama.

De a ratos, el burundés despierta. Me mira sin retirar su cabeza de mi hombro y vuelve a su estado alfa en solo unos segundos. Le gusta.


Sobre el autor

Andrés Riveras estudió Cine en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (INCAA) de Buenos Aires. Y sus fotografías fueron publicadas en el diario The New York Times, en las revistas The Village Voice (Nueva York) y Newsweek (Argentina), entre otros medios gráficos.

En el 2000 fundó la Escuela de Fotografía “El Germinador” en Córdoba, Argentina y en 2009 fue considerado uno de los mejores fotógrafos jóvenes documentales del mundo.

Está crónica, junto a otras, surgió de sus viajes por África. Con “Tengo una novia ancha” ganó el premio Casa África de España.