La periodista Benita Cuellar relata este atrapante cuento corto sobre el amor entre dos personas más allá de la muerte, un abuelo y su nieta.

Con mi abuelo teníamos un secreto.

Ese día cumplía cinco. Llevaba un tapadito sobre mi vestido rojo. Me llegaba a las rodillas. Y unos zapatitos negros haciendo tono. Mis piernas, temblorosas.

Mis padres me dejaron ir con mi abuelo hasta el centro de la ciudad. A esas horas había bastante movimiento y pasábamos desapercibidos.

Hacía mucho frío, pero la música que componía mi abuelo era única. Hacía olvidar que estabas en pleno invierno. Acompañaba el caminar de las personas, mientras voceaba algunas canciones en mitad lengua romaní y mitad húngaro.

Me quedaba muy quieta para que no me vean. Mi abuelo me había dicho que mirara a un punto fijo y me concentrara nada más en él.

El violinista.

De pronto, un gran estampido. Se puso oscuro. Escuché la voz de mi abuelo. Me pegué a él y lo abracé. Mi tapado estaba húmedo. El suyo también. Nos levantamos y me dijo al oído: “No te olvides, cada año”.

Desde, entonces cada vez que cumplía años me llevaba a ver los libros que estaban escondidos en el viejo baúl. A nadie más le interesaba su existencia. Solo a nosotros dos.

Mi abuela Regina ya no estaba. Y para mí padre eran unas simples maderas que no hacían más que ocupar lugar.

-Tenés que deshacerte de ese vejestorio- le decía.

Mi abuelo Quico solo atinaba a callar. Y hacía un gesto como indicando cambiar de tema-batía la mano hacia adelante instintivamente y miraba para otro lado-.

El baúl se apoyaba en una vieja mesa de carpintero en la casita de las herramientas, al fondo del patio lleno de plantas de naranjo, pomelo y limón. Cada vez que iba a ese lugar saltaba de felicidad. Disfrutaba de ese momento y parecía que él también.

El baúl de libros.

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Pocas veces lo vi sonreír. Como tampoco abrir ese armatoste de color caoba oscuro traído hace años en un sulky tirado a caballos. Entonces, mis abuelos eran dos jóvenes trabajadores y deseosos de armar una nueva vida, escapando de las tragedias. Se acompañaron en esa solitaria inmensidad. Escapando.

Cuando la llave giraba en la cerradura y el candado hacia click, un mundo mágico se abría para mí. Había libros pequeños y de todos los colores. De autores clásicos, conocidos y desconocidos. Y uno que otros de tapas más grandes.

-Elegí-me instaba.

Yo cerraba los ojos y con una mano agarraba uno del montón. La promesa era devolverlos apenas los terminara de leer.

Repetíamos este ritual cada año. Fui creciendo y me di cuenta que los libros jamás se terminaban. El baúl siempre lucía lleno. Ese 12 de abril no fue distinto. Cumplía 18 y repetimos el ritual. A mi abuelo le costó llegar.

Daba pasos cansados. En su cuerpo llevaba el infortunio y la pena ancestral. Cerré mis ojos. Revolví, y mi mano se fue hasta abajo. Allí pegado al piso del baúl toqué una tapa dura. Me costó sacarlo.

Apenas lo abrí, una niña de pelo corto ondulado y tapado negro, junto a un hombre tocando un violín, me miraba desde la foto.

La cara de la niña expresaba miedo. Estaba como paralizada. El hombre llevaba un sombrero de alas anchas y tocaba el instrumento con la cabeza gacha, ocultándose. No se distinguía su rostro.

La niña era parecida a mí. Ella y el hombre estaban en la calle. Se notaba que hacía frío. Le pregunté a mi abuelo quienes eran. Con lágrimas en los ojos, me miró tiernamente y me respondió: “Nosotros”.

Lloré. Nos abrazamos. Y nos perdimos tomados de la mano, entre las naranjas, pomelos y limones. Como cada 12 de abril. Sin que nadie nos vea. Sin faltar a la cita.

El año que viene pondrá la llave en el candado, cerraré los ojos y encontraré ese libro que tiene destinado para mí. Se hará la magia y volveremos a estar con nuestra familia gitana.

Carruaje romaní.